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Museo de orgasmos: Amanda

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Para poder apreciar la escena di tres pasos hacia atrás. Amanda yacía boca abajo, inmóvil. Se le aplastaba el pecho contra las sábanas haciendo que la carne se le agolpara bajo las axilas como dos globos estrujados. Las rodillas recogidas bajo el vientre le daban forma de arco a su espalda. Parecía que estuviera congelada y se refugiara en el calor de su barriga para escapar del frío.  El lienzo no me daba acceso a ver la figura de esta Amanda desde atrás y eso, lo que no se ve, suele abrirme el apetito. La imaginé. Tenía las nalgas nacaradas deslucidas por la marca roja que le habrían provocado los cinco dedos de una mano tan grande como su culo entero. La imaginé con el culo impoluto y asustado como un cervatillo tembloroso que disimula el batir rápido de su cola tratando de ocultar la emoción. De su trasero acaban de salir o estaban a punto de entrar. No encontraba otra manera de entender el ahínco con el que las últimas vértebras dibujaban una cifosis sacra tan marcada más que fuera para encerrar el ano en la jaula triangular que esbozaban sus talones. 

Di tres pasos adelante para poder apreciar los detalles de su rostro. Amanda no parecía una mujer real, o al menos, viva.  Sus ojos volteados le partían el iris por la mitad dejando entrever parte de la oscuridad de sus pupilas. Los párpados enmarcaban la ausencia de cordura de Amanda sobre el brillante fondo blanco de sus ojos.  Había jugado mil veces con mis primos a perseguirlos por los pasillos de casa de mi abuela con los mismos ojos en blanco, vueltos hacia atrás. Un par de lágrimas, cada una en un ojo diferente, le pendían del extremo del ojo más próximo a la nariz. Había gotas de sudor que se lanzaban desde su frente hasta el punto más alto de su barbilla como un skater que desciende por una pendiente muy pronunciada. 

El lienzo ocupaba gran parte de la pared del museo y los paseantes se acercaban, como lo hice yo, al rótulo que describía con palabras lo que nuestros ojos ya adivinaban: el pleno éxtasis de Amanda mientras se corría impetuosamente. 

La mueca de placer que deformaba su rostro le encogía los labios y  revelaba sus emociones. La afeaba. Hacía que su boca estuviera tan abierta y tensada por los labios duros y contraídos que me violentaba; tan ridícula y excitante que me dieron ganas de penetrarla con dos dedos y apretarle fuerte el paladar. Amanda babeaba como un San Bernardo muerto de hambre. Varios hilos de saliva brillante pendían de la comisura de sus labios inmortalizados en un descenso eterno que no acaba. Sentí lástima. Le habría recogido cada una de sus gotas para hacérselas tragar otra vez. ¿Quién te había hecho esto, Amanda? ¿Quién había decidido perpetuarte para siempre en tan tremendo delirio? 

Mirarla resultaba agotador. 

Me fascinaba la estructura ósea de sus hombros encogidos, los pliegues de sus muslos aplastados por su propio torso, la curvatura del cuello que le dejaba el rostro visible para el disfrute ajeno. Amanda, sometida a la voluntad déspota del autor, se mostraba obscena ante el público curioso que la fotografiaba. Tan obscena que verla ser vista por los demás acentuaban mis ganas de abrazarla y acunarla unas veces y de penetrarla abriéndole las piernas con mis rodillas muchas otras. 

Volví a alejarme del cuadro, esta vez con un par de pasos más; quizás ante mi mirada intensa Amanda pestañeara dejando caer las lágrimas por su rostro, cerrara la boca para tragar saliva, contoneara su cuerpo para desentumecer la presión sobre sus rodillas y pudiera por fin tumbarse en posición fetal para descansar. Busqué con la mirada a la vigilante de la sala; hacía rato que se levantó del taburete desde el que firmemente cumplía su deber y  todavía no había recobrado su postura de esfinge. Mis ojos volvieron a centrarse en Amanda con ternura. Movida por la envidia, la excitación y la compasión corrí con todas mis fuerzas hacia el cuadro para saltar y abalanzarme sobre ella por la eternidad.


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